Yacía la dama perlada entre un par de palmas caídas, disfrutando de la calma que le brindaba el entorno desértico de la selva darienita en un día común. Aunque, en realidad, todos los días eran comunes, ya que pocas personas lograban llegar a este lugar, y la mayoría respetaba su paz. Sin embargo, un rumor sobre nuevos investigadores que buscaban perturbar esa tranquilidad bastó para alterarla.
Iveth Montuno, una joven de veintiún años nacida en el pueblo de Yaviza, en la provincia de Darién, compartía una inexplicable tonalidad de piel blanca y pálida con algunas de sus "hermanas". Se llamaban así debido a esta similitud fenotípica, muy rara dentro de una comunidad indígena.
De acuerdo con los artículos periodísticos de La Estrella Panamá titulados "La leyenda de los indios blancos de Darién" y "Los indios blancos: Margarita, Olo y Chepu, tres niños gunas en Nueva York", científicos y etnólogos dudaban de la razón de esta apariencia inusual dentro de un pueblo indígena, que resultaba igualmente extraña para sus habitantes.
Iveth y sus hermanas habían aprendido a pasar desapercibidas, conscientes del peligro que representaba destacar en comunidades como la suya. Su existencia era una leyenda para muchos, aún más desconocida en el extranjero. Sin embargo, la curiosidad de un mitómano apasionado podría sorprender a cualquiera.
En 1923, cuando la noticia de los investigadores llegó a oídos del pueblo, uno muy peculiar mostró interés especial en descubrir la verdad detrás de la historia. El pragmático Richard Oglesby Marsh sostenía que explorar y adentrarse en el trasfondo de una leyenda o mito era infinitamente más enriquecedor que conformarse con información superficial y la incertidumbre.
A medida que Marsh se adentraba en la búsqueda de las indias blancas del Darién, se sumergía cada vez más en el bosque. La humedad se volvía más intensa, los insectos más coloridos y la floresta más densa con cada paso. Estos eran signos de su acercamiento a lo que él consideraba un punto crucial de la selva. No se equivocó. A poco más de cien metros de los territorios de Yaviza, las hermanas perladas localizaron al investigador y, sigilosamente, se internaron en las zonas más profundas. Esta evasión se debía a que nunca antes habían sido descubiertas; para ellas, la exposición significaba una amenaza.
R.O. Marsh no estaba dispuesto a darse por vencido en su aventura. Cada liana que cruzaba lo acercaba a la satisfacción de su curiosidad. Iveth, en particular, mostraba descontento con esta situación. Escabullirse repetidamente sin entender por qué las buscaban era desconcertante.
Finalmente, después de una hora y veintisiete minutos, Richard localizó a las perladas y se quedó mirando fijamente a Iveth. Un minuto y medio de completo silencio en la selva dejó a ambos perplejos. La mujer se sorprendió al ver que Marsh no llevaba ni cámara ni arma consigo, mientras que el hombre quedó sin palabras para describir el increíble hecho que acababa de presenciar. Ella no tuvo más remedio que bajar la guardia, ya que habían sido "descubiertas". Se acercó y aceptó conversar con el investigador. Poco después, otros estudiosos se aproximaron, pero al no saber si eran tan pacíficos como Marsh, Iveth y el resto de las indias blancas se retiraron a las partes más remotas de la selva, sin dejar más rastro de su presencia.
Marsh regresó a los Estados Unidos con la intención de continuar su expedición y demostrar al mundo la veracidad de su descubrimiento. Solo le quedaba plasmar un retrato de las damas perladas, describiéndolas de la siguiente manera: "Sus largos cabellos caían sueltos sobre los hombros y tenían un color dorado brillante. Más parecían saludables noruegas que monstruosidades biológicas".
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