¿Dónde quedó el hogar?

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Estrella Rodríguez Bustamante

El 23 de diciembre de 2012, en las montañas apartadas de Trujillo, Venezuela, el olor amargo a café y maíz molido inundaba una casa bulliciosa. El animado sonido de la música llanera era tan cálido como el ambiente del lugar. Los aguinaldos en un rincón anunciaban la Navidad.

Manuel, de doce años, amaba la Nochebuena, como cualquier niño; pero ahora se encontraba irritado limpiando algunas hojas de plátano. Ya conocía el panorama: sus tíos discutiendo con fervor sobre política mientras picaban verduras y cocinaban la carne; su madre y sus tías preparando la masa de maíz para las hallacas; y su abuela, el guiso. Una jerarquía en la que solo la señora mayor podía llevar a cabo la tarea, porque era la única que poseía la sazón de la experiencia.

Al llegar el 24, como era costumbre, Manuel le sacaba las aceitunas y las pasas al pan de jamón, y dejaba la mitad de las hallacas a un lado.

—Mamá, no quiero más —dijo mostrando el plato medio lleno.

—Este carajito siempre me hace lo mismo, nunca se come nada. ¡Ah! Pero si fuera dulce, ahí sí —reconoció la madre con la exasperación que solo surge en una conversación familiar animada—. Solo bótalo.

Durante esa temporada, toda la familia estaba reunida. Alguna tía tocaba el cuatro y el resto cantaba canciones que todos conocían y nadie enseñaba.

Pero la unión de este clan se vio interrumpida por la decisión que tomaron cientos de venezolanos, incluyéndolos. Una paz manchada con la tinta indeleble que resaltaba en el pulgar de todos los que pintaron su destino de rojo al elegir la "revolución" en las votaciones presidenciales de 2012.

Las luces se apagaron y fueron reemplazadas por velas que no eliminaban la oscuridad de las casas ni de los corazones. La sangre corrió mientras el cielo brillaba como nunca y el caballo blanco del escudo cambió su rumbo a la izquierda y murió de hambre.

El fallecimiento del gran estafador, Hugo Chávez, arrastró consigo el nombre de Simón Bolívar, transformando al Libertador en un símbolo de penumbra.

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En la víspera de Navidad de 2022, Manuel, ahora de veintidós años, ya no está en casa.

Han pasado seis años desde la última vez que vio a su mamá, desde que sintió el frío clima de las montañas trujillanas y probó la sazón de su abuela. Seis años desde que decidió migrar a Panamá.

No fue una decisión sencilla; estaba reacio a irse porque en el Istmo su tío solo podía recibirlo a él. Sin embargo, no todas las decisiones se toman solo con el corazón. En casa se volvió costumbre acostarse temprano para no cenar, y entre largas filas, supermercados vacíos, coraje y la impotencia de no poder cubrir sus necesidades básicas, entendió que era una carga para su madre. Con lágrimas y promesas de una vida mejor, a mediados de 2016 lo dejó todo para empezar de nuevo.

Al principio desesperaba por hallar en otro lugar un calor similar al de su hogar; buscaba el reflejo de su madre en Panamá. Envidiaba el vuelo y el nido del turpial porque ahora estaba solo. Aunque, con el tiempo, comenzó a enamorarse de unas tierras ajenas y, sin darse cuenta, estas se convirtieron en un bálsamo para sus heridas.

Si un día Manuel regresa a Venezuela, no será lo mismo, porque el tiempo quedó congelado en la época de su niñez. Su familia es diferente, y él también. No hay devoluciones. Está condenado a sentir que dejó algo atrás, sin importar a dónde vaya.

Si algún día regresa, el águila de otras tierras volará con él, querrá salomar cada vez que suene un acordeón y extrañará el cielo azul de Panamá. Cuando llegue noviembre, recordará los desfiles patrios, preparará arepas con salchicha guisada y patacones con queso llanero, porque encontró en tierras canaleras un refugio, donde el sonido de sus pasos resonó al unísono con el paso de una nueva vida.

Venezuela sigue a oscuras, pero aquellos que fueron valientes y abrieron su alma a nuevas oportunidades, encontraron la felicidad en lugares inesperados.

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