Era una tarde soleada. La suave brisa acariciaba las orillas del río Fonseca, un lugar rodeado de majestuosas montañas y un impresionante verdor, ubicado en Soloy, corregimiento de Besiko, comarca Ngäbe-Buglé. Nos encontrábamos reunidos en un entorno casi mágico, listos para impregnarnos de la gran sabiduría que resguardan los sabios de la comunidad.
Yo, que estaba de receso escolar y tuve la fortuna de ser parte de una misión a esta comunidad indígena, esperaba con ansias el inicio de la ceremonia de toma de cacao, que ocurriría minutos más tarde. Junto a un grupo de más de treinta jóvenes del pueblo, nos disponíamos a escuchar a los mayores contar las historias sobre el origen de la cultura ngäbe, mientras bebíamos cacao bajo la luz de la luna nueva.
Los relatos, transmitidos principalmente de forma oral, suelen abordar la relación del pueblo ngäbe con la naturaleza, los conocimientos que sus antepasados descubrieron sobre las tierras que habitan, o el origen de ciertas tradiciones como las danzas, la medicina natural, los cantos rituales e incluso su propia existencia.
En medio de la ceremonia, una mujer de cabellos grises y mirada dulce se acercó al grupo. Llevaba el vestido tradicional femenino, la mola, confeccionado a mano por las mujeres de la etnia; su cuerpo estaba adornado con aretes y collares coloridos. El ocaso descansaba sobre su espalda mientras nos sonreía. Con voz suave pero firme, comenzó un relato que fue cautivando a todos los presentes; abrió el espejo de la memoria y nos transportó a épocas remotas en la historia del pueblo ngäbe, específicamente a la creación.
Con un pie en el agua y el otro en la orilla del río, e iluminada por el resplandor de la fogata, la mujer nos llevó al tiempo de Noncomala, jefe supremo de los dioses. Todos le temían, ya que era capaz de destruir a cualquier ser viviente de un solo soplido cuando estaba enojado. Nadie lo cuestionaba ni contradecía por miedo a las consecuencias. Hasta que un joven dios, con destrezas excepcionales, llamado Ngöbö, cansado de la situación, se rebeló y, junto a otras deidades, se enfrentó en una gran batalla contra Noncomala, de la cual salieron vencedores. Con la victoria, Ngöbö se convirtió en la nueva divinidad suprema del universo.
Los presentes manteníamos los ojos fijos en el rostro de la mujer, como si anheláramos absorber todo el conocimiento que ella transmitía esa noche bajo la luz de la luna. La dama continuó narrando esta historia, que aún estaba lejos de concluir...
La escuchábamos fascinados mientras relataba cómo, con los poderes otorgados al dios Ngöbö, él decidió crear el mundo que hoy conocemos. Trabajó arduamente durante cuatro días: el primero lo dedicó al firmamento y al agua del mundo; el segundo, a las plantas que lo acompañaban; el tercero, a los animales; y el cuarto, al hombre y la mujer ngäbe.
Al principio, la naturaleza tenía la facultad de hablar la lengua ngäbe. Todos los seres tenían un líder, y cada uno pretendía tener la supremacía sobre el hombre. Para demostrar quién era el mejor, realizaron diferentes competencias de habilidades y destrezas. Los ngäbe ganaron. Por esta razón, Ngöbö les concedió la mayordomía sobre todas las especies de la creación, tanto visibles como invisibles.
La narradora, con un aliento de inspiración y procurando que los presentes quedaran con un mensaje claro, dijo: "Los ngäbe no somos seres mayores ni menores que los otros del universo, sino que somos una parte del mismo; dependemos unos de otros para coexistir de manera equilibrada y en perfecta armonía".
Al regresar a la cotidianidad de mi vida, siento una profunda admiración y respeto por esta cultura ancestral, que, con esta historia, me maravilló ante la diversidad cultural y las diferentes formas de interpretar la vida.
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